CULTURA Y NEUROSIS (3/3)

(Principio de Competencia)
Por Cinthya Trejo y Fernado Arrieta

La incongruencia de la influencia cultural.
De pronto, pareciera que la cultura actual, la influencia social en la que estamos sumergidos es una situación que sirve de fértil terreno para el desarrollo de las neurosis.  Los  mismos  factores  culturales  que  influyen  en  la  persona no neurótica,  precipitándola  en  un  autoaprecio  vacilante,  en  la  hostilidad potencial,  en  la  aprensión,  en  el  afán  de  competencia  que  implica temores,   hostilidades   y   odios,   en   la   exaltada   necesidad   de   tener relaciones  personales  satisfactorias,  afectan  al  neurótico  en  grado  más acentuado aún, produciendo en él consecuencias que son reproducciones  intensificadas  de  las  anteriores:  aniquilamiento  de  la autoestima,  destructividad,  angustia,  desmedido  afán  de  competencia que  acarrea  mayor  ansiedad  e  impulsos  destructivos,  y  desmesurada necesidad de lograr cariño. Si recordamos que en toda neurosis existen tendencias  contradictorias,  que  el  neurótico  es  incapaz  de  conciliar, se nos descubre la cuestión de ¿Si en nuestra cultura no existirán igualmente ciertas  incompatibilidades  definidas? Sería tarea del sociólogo estudiar y describir tales antagonismos   culturales,   pero   bástenos   señalar   en   forma   breve   y  esquemática algunas de las tendencias contradictorias  cardinales  en  la cultura.
La primera contradicción que cabe mencionar es la que se da entre  la competencia y el éxito, de un lado, y el amor fraterno y la humildad, del otro. Por una parte se hace todo lo posible a fin de impulsarnos hacia el éxito, y que no sólo debemos tratar  de  imponernos,  sino también de ser agresivos y capaces de apartar a los demás de nuestro camino.  Por  la  otra,  estamos  profundamente  imbuidos  de  los  ideales religiosos, que condenan como egoísta el querer algo para uno mismo, que nos ordenan ser humildes, ofrecer la “segunda mejilla” y ser condescendientes con el prójimo. Dentro de los límites de lo normal existen sólo dos soluciones para tal contradicción: tomar en serio una de estas tendencias y desentenderse de la restante, o bien considerar las dos, con la consecuencia de que el individuo se inhibirá gravemente en ambos sentidos. Obteniendo un falso sentido de humildad que buscará reconocer en el otro (sin que suceda), o fracasando en su búsqueda del éxito.
La  segunda  contradicción  se  plantea  entre  la  estimulación  de  nuestras necesidades  y  las  frustraciones  reales  que  sufrimos  al  cumplirlas.  Por razones  económicas,  en  nuestra  cultura  las necesidades  del  individuo son reforzadas continuamente  mediante  recursos  como  la  propaganda,  el “consumo ostentoso”, el afán de “guardar las apariencias” y de seguir la moda. Sin embargo, la efectiva satisfacción de estas necesidades está muy  restringida  para  la  mayoría  de  las  personas,  lo  que  tiene  para  el individuo   la   consecuencia   psíquica   de   que   sus   deseos   se   hallan constantemente en discordancia con las posibilidades reales que tiene de satisfacerla. Se crean necesidades a la medida del producto, no del consumidor, que en la mayoría de las ocasiones se limita a elevar a estatus de “inalcanzable pero deseable” los productos más caros y ostentosos de los que tiene a su “disposición”. No es de extrañarse que en muchas situaciones sean estos productos los que doten de estatus a las personas, y en las que las competencias reales se ven resumidas a una sola: el poder adquisitivo. Pero ¿No buscábamos humildad?
Aún  existe  otra  contradicción,  entre  la  presunta  libertad  del  individuó  y sus restricciones reales. La sociedad le dice al individuo que es libre e independiente, que puede ordenar su vida conforme a su libre albedrío, que  la vida social se  encuentra  a  su  entera  disposición  y que,  si  es  eficaz  y  enérgico,  logrará  cuanto  quiera.  No  obstante,  todas estas posibilidades están en la práctica muy limitadas para la mayoría de la gente. Lo que se dice en tono de broma acerca de la “imposibilidad” de escoger los propios padres, es asimismo aplicable a la vida en general, a la elección profesional y al éxito en ella, a la elección de las diversiones y del cónyuge. Resultado de todo ello para el individuo es una incesante fluctuación entre el sentimiento de ilimitado poderío para determinar su propio destino y el sentimiento de encontrarse totalmente inerme e indefenso, un tanto seguir sus propias motivaciones y otro tanto ser parte del grupo y seguir las de “la masa”.
Estas   condiciones   arraigadas   en   nuestra   cultura   constituyen,   precisamente,  los  conflictos  que  el  neurótico  pugna  por  reconciliar:  sus tendencias a la agresividad con sus impulsos a la condescendencia; sus excesivas demandas, con su temor de no poder lograr cumplirlas; su afán  de  exaltación  con  su  sentimiento  de  indefensión  personal.  La diferencia respecto del individuo adaptado, es meramente cuantitativa, pues mientras  éste  es  capaz  de  superar  todas  estas  dificultades  sin  que  su personalidad  sufra  daño,  en  el  neurótico  todos  los  conflictos  se hallan  acrecentados,  a  punto  tal  que  le  impiden  alcanzar  cualquier desenlace satisfactorio.

La cultura no “neurotiza”, pero el ser humano predispuesto a la neurosis es quien más intensamente ha experimentado todas estas dificultades culturales, sobre todo a través de sus experiencias infantiles, siendo, por lo tanto, incapaz de resolverlas o de lograr solucionarlas, a costa de grave perjuicio para  su  personalidad. La cultura más que la sociedad provee protecciones en las que una persona puede arraigar su deseo y “subsanarlo” de tal modo que la energía y el esfuerzo que dedica a satisfacer sus necesidades sea lo más efectivo posible. Están los grupos de amigos, las instituciones académicas y sociales, y las muchas actividades que la vida moderna nos permite mantener, el libre tránsito, la libre comunicación, la libre expresión y el alcance más o menos accesible a una adaptación social con bienestar, el rol que jugamos como individuos, ciudadanos, hijos, padres, amigos, esposos, empleados, compañeros, etc. Claro está que una sociedad que fracasa en otorgar cuando menos la mayoría de estas protecciones a sus componentes, terminara por generar individuos cuya personalidad y rasgos propios entraran en conflicto con su propia realidad.

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CULTURA Y NEUROSIS (2/3)

(Principio de Competencia)
Por Cinthya Trejo y Fernado Arrieta

 

Cuando hablamos de neurosis, es importante considerar el factor social si no dentro de la génesis de la patología, si dentro del desarrollo de la misma.  Como decíamos en la anterior entrada, la competencia a la que esta sujeto el individuo en la sociedad postmoderna, y la potencial tensión hostil entre los individuos constantemente engendra temor a la posible hostilidad de los demás, reforzado por el temor de que éstos  se  venguen  de  la  propia  hostilidad. Vivimos a la defensiva, y por si las dudas, atacaremos al primer indicio de amenaza.

 

Otra  importante  fuente  del miedo en el individuo promedio es la perspectiva del fracaso; en efecto, el miedo   al   fracaso   tiene   carácter   realista,   pues   en   general   las probabilidades de fracasar superan sobradamente a las de tener éxito, y en una sociedad competitiva los fracasos entrañan la frustración real de las necesidades personales, además de generar de a poco una especie de estigma social. No sólo implican reveses económicos, sino también pérdida de prestigio y toda suerte de frustraciones emocionales. Otro motivo por el cual el éxito es un fantasma tan seductor estriba en su repercusión sobre la autoestima. No son únicamente los demás quienes nos valoran de acuerdo con el grado de nuestro éxito, también nuestra propia  autoestima  se  ajusta  a  idéntico  patrón.  De  conformidad  con  las ideologías  prevalecientes,  los  triunfos  se  deben  a  nuestros  méritos intrínsecos  o,  en  términos  religiosos,  representan  signos  visibles  de  la gracia de Dios; pero en verdad dependen de toda una serie de factores inaccesibles a             nuestro dominio. No obstante, bajo la presión de la ideología  imperante,  hasta  la  persona  más  normal  se  ve  constreñida  a sentirse valiosa cuando tiene éxito, y a menospreciarse cuando fracasa. Sobra   decir   que   esto   constituye   una   base   muy   endeble   para   la autovaloración y la satisfacción del deseo neurótico en el individuo.

 

Tomados en conjunto todos estos factores -el sentido de competencia y su hostilidad potencial entre los semejantes, los temores, la disminución del   autoaprecio,   dan   por   resultado   psicológico   el   sentimiento   del aislamiento personal. Aunque el individuo tenga múltiples contactos con sus semejantes, aunque disfrute una feliz vida conyugal, en toda ocasión se  hallará  afectivamente  aislado.  El  aislamiento  emocional  es  difícil  de soportar para cualquiera, pero se torna en una verdadera calamidad cuando coincide con aprensiones e incertidumbres respecto de sí mismo.

 

Es  esta  situación  la  que  en  el  individuo  de  nuestro  tiempo provoca  una  intensa  necesidad  de  obtener  cariño  para  aliviarse.  La consecución  de  afecto  le  hace  sentirse  menos  aislado,  menos  amenazado por la hostilidad y menos-incierto acerca de sí. En esta forma, el amor es sobrevalorado en nuestra cultura, pues responde en ella a una exigencia  esencial,  convirtiéndose  en  un  verdadero  fantasma  -como  el éxito- y lleva consigo la ilusión de que con él todos los problemas pueden resolverse.  Intrínsecamente,  el  amor  no  es  una  ilusión  -aunque  en nuestra cultura casi siempre sea una pantalla para satisfacer deseos que en  nada  le  atañen-,  pero  lo  hemos  transformado  en  una  ilusión  al aguardar de él mucho más de lo que acaso podría darnos. A su vez, el valor ideológico que prestamos al amor contribuye a encubrir los factores que  engendran  nuestra  exagerada  necesidad  de  obtenerlo. Tomando la búsqueda del amor, como una empresa que bien puede llevarnos toda la vida, que puede distraernos de otros intereses y que forma parte radical de la identidad de la persona.  De  este modo,   el   individuo  se encuentra preso en el dilema de requerir apreciable cantidad de afecto y de tropezar con las más arduas dificultades al conseguirlo. Incluyendo ocasiones donde tendrá que competir por él, mermar la hostilidad propia o la del otro por obtener aunque sea agrado o estima, y fracasar más o menos estrepitosamente al intentarlo. Todo orientado a una percepción de éxito sociocultural que si carece de afecto, reconocimiento, poder sobre los otros, si se dio fácil o si no se puede mantener, se menosprecia hasta considerarse algo “superficial”. 

 

Parte 2 de 3.

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CULTURA Y NEUROSIS (1/3)

 (Principio de Competencia)

Por Cinthya Trejo y Fernado Arrieta
         El análisis de todo individuo ofrece siempre nuevos problemas, inclusive para el analista de mayor experiencia. En cada paciente se enfrenta con dificultades  que  nunca  vio  antes,  con  actitudes  difíciles  de  reconocer  y aún más de explicar, con reacciones muy distantes de ser transparentes a primera vista. Semejante variedad en los casos no nos sorprenderá si recordamos  la  complejidad  de  la  estructura  del  carácter  neurótico,  y  si  tomamos  en consideración los múltiples factores implícitos. La diversidad de herencia y  las  diferentes  experiencias  que  una  persona  ha  sufrido  en  su  vida, particularmente en su infancia, producen casi ilimitadas variantes en la combinación de los factores involucrados.
           No  obstante  todas  estas variaciones individuales, los conflictos básicos alrededor de los cuales se organiza una neurosis prácticamente son siempre los mismos,  y  por  lo general  también  son  similares  a  aquellos  a los que  está  sometido  todo individuo  sano  de  nuestra  cultura.  Quizá  sea  banal  insistir  en  la imposibilidad  de  establecer  una  distinción  neta  entre  lo  neurótico  y  lo normal, pero convendrá señalarlo una vez más, pues muchos lectores, ante los conflictos y las actitudes que observan en su propia experiencia, podrán preguntarse a sí mismos: «¿Soy neurótico    o no?».
       Habiendo reconocido así que los neuróticos de nuestra cultura se hallan dominados por los mismos conflictos subyacentes que, si bien en menor grado,  sufre  el  individuo  “no neurótico”,  nuevamente  nos  encontramos  ante  la cuestión de ¿qué condiciones de nuestra cultura son  responsables  de  que  las  neurosis  estén  centradas  en  torno  a  dichos conflictos y no a otros cualesquiera?




         El principio de la competencia individual es el fundamento económico de la cultura moderna. El individuo aislado de un entorno de oportunidades justas o al menos igualitarias, debe luchar con otros individuos del mismo grupo, procurando superarlos y, muchas veces, apartarlos de su camino. La ventaja de unos suele significar la desventaja de otros, y como  consecuencia  psíquica  de  esta  situación  se establece  una  difusa tensión  hostil  entre  los  individuos.  Cada  uno  es  el  competidor  real  o potencial  de  todos  los  demás,  situación  que  claramente  se  manifiesta entre   los   miembros   de   un   mismo   grupo   profesional,   tengan   o   no inclinación a la decencia en sus actos, compitan abiertamente o lo disfracen con una amable deferencia  hacia  los  otros.  No  obstante  ha  de  destacarse  que  la competencia,  y  la  hostilidad  potencial  que  ésta  encierra,  saturan  todas las relaciones humanas y constituyen, por cierto, factores predominantes en los contratos sociales. Dominan los vínculos entre hombre y hombre, entre  mujer  y  mujer, y claro está entre mujer y hombre,  y coartan  profundamente  la  posibilidad  de  crear amistades o interacciones afectivas sólidas, sea su objeto la popularidad, la competencia, el don de  gentes  o  cualquier  otro  valor  social.  

        Perturban asimismo las relaciones románticas, no sólo en lo atinente a  la  elección  de  la  pareja,  sino  en  la  lucha  con  ésta  por  alcanzar  la superioridad.  Saturan  también  la  vida  escolar,  y  lo  que  acaso  sea  de mayor significado, minan la situación familiar, de modo tal que, por lo común, se le inocula al niño este germen desde el comienzo mismo de su vida. La rivalidad entre padre e hijo, madre e hija y entre hermanos no es un   fenómeno   humano   general,   sino   una   respuesta   a   estímulos culturalmente  condicionados.  Uno  de  los  relevantes  méritos  de  Freud consiste  en  haber  descubierto  el  papel  de  la  rivalidad en Ia familia, expresándolo  en  su  concepto  del  complejo  de  Edipo  y  otras  hipótesis similares.  Cabe  agregar,  empero,  que  esta  rivalidad  no  se  halla,  a  su vez,  biológicamente  condicionada;  antes  bien,  deriva  de  circunstancias culturales determinadas, y, además, que no sólo la situación familiar es susceptible  de  desencadenar  la  rivalidad;  pues  asimismo  los  estímulos de competencia obran desde la cuna hasta la tumba.
          Como primer factor desencadenante encontramos esta tendencia competitiva entre individuos. Que más que conscientes de su posición jerárquica, la sufren, la padecen y se compadecen de tenerla, arguyendo uno o muchos motivos, desde la inequidad (real) hasta el infortunio (pensamiento irreal). Lo cierto es que al final, su posición social, juega un papel cultural que se le escapa de las manos, está ahí, con un rango de movimiento limitado, sin mucho que a primera vista pueda hacer para escapar de su escalón social, o para evitar que alguien más quiera (o desee) lo que él tiene.
No vive tranquilo, no disfruta lo inescrutable de su rol en el mundo, y mucho menos deja de compadecerse de poder obtener lo que quiere (o desea). Y es ahí cuando un gran conjunto de desdichas se ciernen sobre el individuo, la neurosis hace su aparición como un resumen de su fracaso al intentar conseguir la realidad ideal que sus impulsos libidinales le plantearon y que hoy no solo se ve lejana, sino imposible.
Parte 1 de 3.

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